Actividad 3 - Identificación de signos de puntuación
Signos de puntuación
Capítulo 2
<< Cuando el pirata Francis Drake asaltó a Riohacha, en el siglo XVI, la
bisabuela de Úrsula Iguarán se asustó tanto con el toque de rebato y el
estampido de los cañones,
que perdió el control de los nervios y se sentó en un fogón encendido. Las quemaduras la dejaron
convertida en una esposa inútil para toda la vida. No podía sentarse sino de medio lado, acomodada en
cojines, y algo
extraño debió quedarle en el modo de andar, porque nunca volvió a caminar en
público. Renunció a
toda clase de hábitos sociales obsesionada por la idea de que su cuerpo
despedía un olor a chamusquina.
El alba la sorprendía en el patio sin atreverse a dormir, porque soñaba que los ingleses con sus
feroces perros de asalto se metían por la ventana del dormitorio y la sometían
a vergonzosos tormentos con hierros al rojo vivo. Su marido, un comerciante aragonés con quien tenía dos
hijos, se gastó media tienda en medicinas v entretenimientos buscando la manera
de aliviar sus terrores.
Por último, liquido el negocio y llevó a la familia a vivir lejos del mar, en una ranchería de
indios pacíficos situada en las estribaciones de la sierra, donde le construyó a su
mujer un dormitorio sin ventanas para que no tuvieran por donde entrar los
piratas de sus pesadillas.
En la escondida ranchería vivía de mucho tiempo atrás un criollo
cultivador de tabaco,
don José Arcadio Buendía,
con quien el bisabuelo de Úrsula estableció una sociedad tan productiva que en
pocos años hicieron una fortuna.
Varios siglos más tarde,
el tataranieto del criollo se casó con la tataranieta del aragonés. Por eso, cada vez que
Úrsula se salía de casillas con las locuras de su marido, saltaba por encima de
trescientos años de casualidades, y maldecía la hora en que Francis Drake
asaltó a Riohacha. Era
un simple recurso de desahogo,
porque en verdad estaban ligados hasta la muerte por un vínculo más sólido que
el amor: un común remordimiento de conciencia. Eran primos entre sí. Habían crecido juntos en la antigua ranchería que
los antepasados de ambos transformaron con su trabajo y sus buenas costumbres
en uno de los mejores pueblos de la provincia. Aunque su matrimonio era previsible desde que
vinieron al mundo, cuando ellos expresaron la voluntad de casarse sus propios
parientes trataron de impedirlo.
Tenían el temor de que aquellos saludables cabos de dos razas secularmente
entrecruzadas pasaran por la vergüenza de engendrar iguanas. Ya existía un
precedente tremendo. Una tía de Úrsula, casada con un tío de José Arcadio Buendía, tuvo
un hijo que pasó toda la vida con unos pantalones englobados y flojos; y que
murió desangrado después de haber vivido cuarenta y dos años en el más puro
estado de virginidad,
porque nació y creció con una cola cartilaginosa en forma de tirabuzón y con
una escobilla de pelos en la punta. Una cola de cerdo que no se dejó ver nunca de ninguna mujer; y
que le costó la vida cuando un carnicero amigo le hizo el favor de cortársela
con una hachuela de destazar.
José Arcadio Buendía,
con la ligereza de sus diecinueve años, resolvió el problema con una sola
frase: «No me importa tener cochinitos, siempre que puedan hablar.» Así que se casaron con una
fiesta de banda y cohetes que duró tres días. Hubieran sido felices desde
entonces si la madre de Úrsula no la hubiera aterrorizado con toda clase de
pronósticos siniestros sobre su descendencia, hasta el extremo de conseguir que rehusara
consumar el matrimonio.
Temiendo que el corpulento y voluntarioso marido la violara dormida, Úrsula se
ponía antes de acostarse un pantalón rudimentario que su madre le fabricó con
lona de velero v reforzado con un sistema de correas entrecruzadas; que se
cerraba por delante con una gruesa hebilla de hierro. Así estuvieron varios meses. Durante el día, él pastoreaba sus
gallos de pelea y ella bordaba en bastidor con su madre. Durante la noche, forcejeaban varias horas
con una ansiosa violencia que ya parecía un sustituto del acto de amor, hasta
que la intuición popular olfateó que algo irregular estaba ocurriendo, y soltó
el rumor de que Úrsula seguía virgen un año después de casada, porque su marido
era impotente. José Arcadio Buendía fue el último que conoció el rumor.
—Ya ves, Úrsula,
lo que anda diciendo la gente —le dijo a su mujer con mucha calma.
—Déjalos que hablen —dijo ella—. Nosotros sabemos que no es cierto.
De modo que la situación siguió igual por otros seis meses; Hasta el
domingo trágico en que José Arcadio Buendía le ganó una pelea de gallos a
Prudencio Aguilar.
Furioso; exaltado por la sangre de su animal, el perdedor se apartó
de José Arcadio Buendía para que toda la gallera pudiera oír lo que iba a
decirle.
—Te felicito —gritó—. A ver si por fin ese gallo le hace el favor a tu
mujer.
José Arcadio Buendía,
sereno; recogió su gallo. «Vuelvo en seguida», dijo a todos. Y luego, a
Prudencio Aguilar:
—Y tú, anda a tu casa y ármate, porque te voy a matar.
Diez minutos después volvió con la lanza cebada de su abuelo. En la
puerta de la gallera,
donde se había concentrado medio pueblo, Prudencio Aguilar lo esperaba. No tuvo
tiempo de defenderse.
La lanza de José Arcadio Buendía, arrojada con la fuerza de un toro y
con la misma dirección certera con que el primer Aureliano Buendía exterminó a
los tigres de la región, le atravesó la garganta. Esa noche, mientras se velaba
el cadáver en la gallera, José Arcadio Buendía entró en el dormitorio cuando su
mujer se estaba poniendo el pantalón de castidad. Blandiendo la lanza frente a
ella, le ordenó: «Quítate eso.» Úrsula no puso en duda la decisión de su
marido. «Tú serás responsable de lo que pase»; murmuró. José Arcadio Buendía
clavó la lanza en el piso de tierra.
—Si has de parir iguanas, criaremos iguanas —dijo—. Pero no habrá más muertos en este
pueblo por culpa tuya.
Era una buena noche de junio, fresca y con luna, y estuvieron despiertos y retozando en la
cama hyasta el amanecer, indiferentes al viento que pasaba por el dormitorio,
cargado con el llanto de los parientes de Prudencio Aguilar.
El asunto fue clasificado como un duelo de honor, pero a ambos les quedó un malestar en la
conciencia. Una noche en que no podía dormir, Úrsula salió a tomar agua en el
patio y vio a Prudencio Aguilar junto a la tinaja. Estaba lívido, con una
expresión muy triste, tratando de cegar con un tapón de esparto el hueco de su
garganta. No le produjo miedo; sino lástima. Volvió al cuarto a contarle a su
esposo lo que había visto; pero él no le hizo caso. «Los muertos no salen»;
dijo. «Lo que pasa es que no podemos con el peso de la conciencia.» Dos noches
después, Úrsula volvió a ver a Prudencio Aguilar en el baño, lavándose con el
tapón de esparto la sangre cristalizada del cuello. Otra noche lo vio
paseándose bajo la lluvia.
José Arcadio Buendía; fastidiado por las alucinaciones de su mujer,
salió al patio armado con la lanza. Allí estaba el muerto con su expresión
triste.
—Vete al carajo —le gritó José Arcadio Buendía—. Cuantas veces regreses
volveré a matarte.
Prudencio Aguilar no se fue ni José Arcadio Buendía se atrevió a arrojar
la lanza. Desde entonces no pudo dormir bien. Lo atormentaba la inmensa
desolación con que el muerto lo había mirado desde la lluvia, la honda
nostalgia con que añoraba a los vivos; la ansiedad con que registraba la casa
buscando el agua para mojar su tapón de esparto. «Debe estar sufriendo mucho»,
le decía a Úrsula. «Se ve que está muy solo.» Ella estaba tan conmovida que la
próxima vez que vio al muerto destapando las ollas de la hornilla comprendió lo
que buscaba, y desde entonces le puso tazones de agua por toda la casa. Una
noche en que lo encontró lavándose las heridas en su propio cuarto, José
Arcadio Buendía no pudo resistir más.
—Está bien, Prudencio —le dijo—. Nos iremos de este pueblo, lo más lejos
que podamos, y no regresaremos jamás. Ahora vete tranquilo.
Fue así como emprendieron la travesía de la sierra. Varios amigos de
José Arcadio Buendía, jóvenes como él, embullados con la aventura,
desmantelaron sus casas y cargaron con sus mujeres y sus hijos hacia la tierra
que nadie les había prometido. Antes de partir, José Arcadio Buendía enterró la
lanza en el patio y degolló uno tras otro sus magníficos gallos de pelea;
confiando en que en esa forma le daba un poco de paz a Prudencio Aguilar. Lo
único que se llevó Úrsula fue un baúl con sus ropas de recién casada, unos
pocos útiles domésticos y el cofrecito con las piezas de oro que heredó de su
padre. No se trazaron un itinerario definido. Solamente procuraban viajar en
sentido contrario al camino de Riohacha para no dejar ningún rastro ni
encontrar gente conocida. Fue un viaje absurdo. A los catorce meses, con el
estómago estragado por la carne de mico y el caldo de culebras, Úrsula dio a
luz un hijo con todas sus partes humanas. Había hecho la mitad del camino en
una hamaca colgada de un palo que dos hombres llevaban en hombros, porque la
hinchazón le desfiguró las piernas; y las varices se le reventaban como
burbujas. Aunque daba lástima verlos con los vientres templados y los ojos
lánguidos, los niños resistieron el viaje mejor que sus padres, y la mayor
parte del tiempo les resultó divertido. Una mañana, después de casi dos años de
travesía, fueron los primeros mortales que vieron la vertiente occidental de la
sierra. Desde la cumbre nublada contemplaron la inmensa llanura acuática de la
ciénaga grande; explayada hasta el otro lado del mundo. Pero nunca encontraron
el mar.
Una noche, después de varios meses de andar perdidos por entre los
pantanos, lejos ya de los últimos indígenas que encontraron en el camino,
acamparon a la orilla de un río pedregoso cuyas aguas parecían un torrente de
vidrio helado. Años después, durante la segunda guerra civil, el coronel
Aureliano Buendía trató de hacer aquella misma ruta para tomarse a Riohacha por
sorpresa, y a los seis días de viaje comprendió que era una locura. Sin
embargo, la noche en que acamparon junto al río, las huestes de su padre tenían
un aspecto de náufragos sin escapatoria, pero su número había aumentado durante
la travesía y todos estaban dispuestos (y lo consiguieron) a morirse de viejos.
José Arcadio Buendía soñó esa noche que en aquel lugar se levantaba una ciudad
ruidosa con casas de paredes de espejo. Preguntó qué ciudad era aquella, y le
contestaron con un nombre que nunca había oído; que no tenía significado
alguno, pero que tuvo en el sueño una resonancia sobrenatural: Macondo.
Al día siguiente convenció a sus hombres de que nunca encontrarían el
mar. Les ordenó derribar los árboles para hacer un claro junto al río, en el
lugar más fresco de la orilla, y allí fundaron la aldea…>>
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